En una cuartilla, anota paradas y fondas sujetas al capricho
de su voluntad y al arbitrio de las circunstancias. Madrid ---- Barcelona [kabalat Bogatell]-
Perpignan [macizo de Canigou, fenicios] - Béziers [suicidio de Anne Magnan]- Sète
[cette tombe en sandwich entre le ciel et l’eau]) / Montpellier [hugonote
Galonges] - Nîmes [el sueño de Belmonte] - Avignon [J.] - Orange [los galos
cautivos] - Valence [Rhône, Aníbal] - Grenoble [padre] - Chambéry [Tristana] -
Genève.
Lo que mina esas notas aparentemente crípticas de pistas
biográficas.
Pero el escueto plan de vuelo se violará con la misma
arbitrariedad con que se formuló.
Por ejemplo, porque la luz traicionera del crepúsculo le
disuade de seguir por la N-II.
En sentido contrario avanza la escuadra de camiones que atraviesa
la península del noreste hasta La Carolina cargada de tractores, embarcaciones,
cerdos, módulos de casas portátiles. No el solitario camionero psicópata de la
película de Spielberg. Miles de ellos, una caravana rugiente que arroja haces de
luz sobre la carretera y la sume en un relumbre intermitente en el que no es
posible ya distinguir ni líneas ni arcén.
Renuente pero resignado, se aparta en el primer motel de
gasolinera que encuentra. Alfajarín.
Vinieron pegados a la fachada de la depuradora. Ella,
bastante más alta que él, lucía un vestido rojo ceñido sobre los pechos
abundantes, zapatos de plataforma, un maquillaje de fantasía que alternaba en
torno a los ojos y la boca el café con el carmesí, una cabeza desproporcionadamente
grande sobre un tronco recto y ancho, una extraña manera de bracear al caminar.
Todo el efecto era el de un calamar gigante que se hubiera arrastrado desde las
profundidades oceánicas hasta la orilla, donde los bañistas miran entre incrédulos
y aterrorizados.
Los bañistas, que acaban de orillar su piara en esta llanura
al pie de los Monegros, beben en parejas o tríos en la terraza del motel, siguen
a la criatura con la mirada, cuchichean, y en el ademán de él, de baja estatura,
enjuto, prognato, camiseta de tirantes, pantalones verdes pistacho, botines de
goma negra recauchutada, esclavas y colgantes, oro y plata, se lee a la vez vergüenza
y orgullo, orgullo de su vergüenza.
Ésta es mi vergüenza, parece querer decir, y parece también
que si acaso estaría dispuesto a retarse por ella, si acaso los bañistas.
A la una todos siguen en sus puestos. La noche es tan
bochornosa, el estruendo sordo y constante de la depuradora y el rugido alterno
de los camiones tan imponente, tantos los mosquitos abalanzándose desorientados
sobre los focos, inmovilizados en la pared blanca, flotando en el
alcohol de los vasos, que nadie puede concebir en las mazmorras alquiladas del segundo
piso la posibilidad del descanso.
La criatura y su chulo hablan en un susurro. Pero a veces llegan
algunas frases entrecortadas, palabras que han logrado descabalgar en el último momento de ese
estruendo que avanza en oleadas desde el este. El conductor imagina un ejército que se aproximara desde un valle próximo pero oculto a la vista haciendo
retumbar la tierra bajo sus pies, que pasara frente a los bañistas con todo su
despliegue de timbales, relinchos, lamentos, pasos, órdenes gritadas y volviera
a perderse en su marcha hacia el siguiente valle.
Él dice que no sueña. Ella dice que sí sueña. A él no le
interesan los sueños. Él tiene la voz más aguda que ella. Ella, dice, sueña con
buitres. Él no la mira. Ella tiene las manos más grandes que él. No uno ni dos,
bandadas enteras de buitres. Los bañistas no pueden apartar los ojos de ella,
aunque ya nadie duda de la imposibilidad de esos pechos. Buitres posados sobre
el saliente de un edificio, buitres en liza o un festín de buitres en corro
sobre una pieza. Él mira hacia los surtidores, sigue con indiferencia la marcha
de todos los ejércitos, de derecha a izquierda sobre la carretera, de Fraga hacia
La Carolina, por valles y valles hasta llegar a un sándwich de tierra entre el
cielo y el agua.