La primera acepción de “fracasar”
en el MM: “Romper algo haciéndolo pedazos”. La segunda: “Destrozarse haciéndose
pedazos; particularmente, un barco al chocar con los escollos”. Fracaso: “Caída
con estrépito y rompimiento, o hundimiento estrepitoso de algo”.
Es curioso que un término que
aludía a un fenómeno tan puramente físico haya pervivido en el lenguaje
corriente como metáfora de un estado del espíritu.
Nunca he tenido claro si el
rompimiento es causa o consecuencia. Tendemos a pensar, pues lo único que
tenemos a mano para identificarlo es el cuerpo ya abierto, el corazón en canal,
que su origen debe hallarse en algún momento pasado. Pero bien podría ser que el
rompimiento fuera la detonación primera, una especie de espasmo breve y
violento que hubiera congelado el gesto que ahora observamos.
Siempre me interesó el
fracaso. Particularmente, el que es producto de la voluntad (activa o pasiva). “Viendo
delante y cerca fin temido, con pasos que otros huyen lo he buscado”. El rompimiento
deliberado rechaza el manto social de la derrota.
No hay que idealizar el
fracaso, tampoco el de esta clase. Romperse duele y el destrozo es de tal
calibre que ni el tiempo puede alardear de sus proverbiales virtudes
curativas.
El hundimiento no
te permite hacer pie nunca más. Si has llegado al fondo podrás, como mucho, volver a cojear con algún
arrimo.
El fracaso afina los
sentidos. El hombre roto es capaz de percibir las llagas allí donde otros
ven una piel tersa y brillante.
Reconozco varios intentos de
fracaso en mí mismo. Justo es decir que algunos de ellos tuvieron mucho éxito.
El más reciente se lleva la palma. La descomposición fue directamente proporcional a la felicidad que lo precedió.
El más reciente se lleva la palma. La descomposición fue directamente proporcional a la felicidad que lo precedió.